Cuentan que fue al sexto día cuando la especie humana, simbolizada por el arquetipo de un Adán idealizado, se ubicó en el jardín del paraíso. Un lugar donde todo era perfecto. Nada faltaba y nada sobraba. La creación había llegado a su fin, la plenitud se manifestaba y la paz reinaba por doquier.
Cuentan, también, que todo aquello terminó un buen día en que alguién, digamos Eva, rompió el hechizo y derramó el perfume de la plenitud, convirtiendo el divino jardín en un lugar más próximo a lo que tod@s conocemos hoy como «mundo». Un lugar donde el bienestar, la paz y el placer se complementan con el dolor, la guerra (dentro y fuera de las fronteras individuales) y el sufrimiento.
Cuentan que fue un impulso loco por conocer las fuentes del «bien» y el «mal», representadas por la figura de un árbol, también llamado del conocimiento, la causa de semejante debacle en la historia de la humanidad.
Sin embargo, no hay que olvidar que la misma crónica nos habla de la existencia de un segundo elemento clave en esta epopeya, sito en medio del paraíso terrenal: el llamado árbol de la Vida. Una fuente de eterna juventud, capaz, según la narración, de proveer de inmortalidad a quien comiese de sus frutos…
En otro orden de cosas, y sin dejar de lado la narración bíblica a la que luego volveremos, viene a cuento recordar que, en el primer cuatrimestre de 2024, viviresunregalo.com ha publicado los siguientes artículos:
El gran secreto de la felicidad
Claves de una vida relajada y divertida
con sus correspondientes partes prácticas:
Y yo me pregunto: ¿Qué tendrá que ver el paraíso terrenal, Adán, Eva y los dos árboles con estas publicaciones? ¿O será que el escritor, presa de algún tipo de locura pasajera, inducida por el calor o la ingesta de sustancias prohibidas, haya podido cometer el error de «mezclar churras con merinas» indiscriminadamente?
Pues no. Una vez consultado el susodicho, insiste en que no hay confusión posible, que todo está relacionado. Claro que, como un servidor no acababa de ver la relación, le pedí que me la explicara. Estas fueron sus palabras:
«Ya somos los afortunados habitantes de un paraíso terrenal, aquí y ahora, por más que no seamos capaces, la mayoría de las veces, de darnos cuenta. Y ello es debido, sobre todo, a nuestro empeño en comer del árbol prohibido, ese que no sirve más que para deportarnos, cual inmigrantes ilegales, fuera de las fronteras del Edén.
Este árbol, mal llamado del conocimiento (más bien sería «del desconocimiento»), viene a significar la dualidad: lo «bueno» y lo «malo» (siempre desde nuestro punto de vista), y, en particular, la predisposición que tod@s tenemos a juzgarlo todo según el criterio «lo quiero/no lo quiero». Claro está que la Vida no sigue el mismo patrón. Para ella todo es igual de válido: no separa, no discrimina. Los acontecimientos se suceden sin tener en cuenta juicios de valor. Somos nosotros, los seres humanos, los que nos resistimos ante lo que nos desagrada, inquieta o preocupa. Y es esta actitud, tan común, lo que nos quita la paz, ingrediente esencial de una vida feliz, relajada y divertida.
También hay que tener en cuenta que paz y silencio comparten el mismo mundo. Y es que la paz implica el silenciamiento de los juicios, los enfrentamientos y todo aquello que nos disturba, e impide, por tanto, disfrutar del paraíso al que todos tenemos acceso.
Abrazar el árbol de la Vida y comer de sus frutos no es más que una metáfora de lo que significa la aceptación como actitud para disfrutar de la inmortalidad, grandilocuente palabra que no quiere decir más que vivir el momento. Solo así podemos experimentar la eternidad, un espacio donde la percepción del tiempo desaparece. Por esto, aceptar la Vida en su totalidad, sin resistencias, es un camino seguro hacia el paraíso.
Es así como se relacionan los artículos de este primer cuatrimestre de 2024 con el jardín descrito por el Génesis, vergel que sigue en activo, desplegado en el interior de cada ser humano, y al que se accede renunciando al mal hábito de juzgar y potenciando la aceptación como norma de vida.
Enjuiciar, criticar, y clasificar (los hechos, las personas y, como no, también a nosotros mismos) nos cierra las puertas del paraíso, al despojarnos del gozo de sentirnos libres de cargas emocionales negativas. Vivir con un espíritu de aceptación, por el contrario, nos provee de serenidad frente a la tormenta, confianza ante los desafíos y capacidad de resolución ante las encrucijadas. Teniendo claro que aceptar y resignarse no son sinónimos. No se trata de convertirnos en sujetos pasivos ante los acontecimientos, sino en controlar nuestra reacción evitando contaminantes como la ira, la decepción o la desesperación, que solo sirven para restarnos poder. Esto es comer los frutos del árbol de la Vida.
Sumergiéndonos en el silencio interior, más allá del ruido mental, descubriremos que la felicidad no es algo que podamos encontrar fuera, sino dentro. Y, también, que las claves de una vida relajada y divertida residen en ese mismo lugar: dentro. Siguiendo ese rastro de sencillez que marca el silencio, nos encontraremos, sin pretenderlo, con el paraíso terrenal que creíamos perdido».
Esto es, a modo de resumen, lo que el escritor me contó, y lo que yo he intentado reproducir fielmente.
Como conclusión personal, creo haber deducido que el Edén no es más que un lugar que reside en el interior de cada ser humano. Un espacio que se nutre con la paz que aporta el vivir sin juicios de valor, abiertos a todas las posibilidades; aprovechando cada momento, cada instante, para vibrar con la Vida y disfrutar del placer de estar aquí, al tiempo que hacemos de la aceptación nuestra mejor arma, ideal para sobrellevar los desafíos que nos depara el futuro con la mejor de las actitudes posibles.
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