Es muy difícil salir de un atolladero con la misma forma de pensar con la que me metí en él. Para encontrar soluciones, necesito otros paradigmas, otros puntos de vista. Se trata de flexibilizar mi manera de pensar para encontrar nuevas opciones. (Albert Einstein)
En sentido amplio, un paradigma es una creencia firme sobre algo, que condiciona todo lo que hacemos relacionado con ese algo y que no nos cuestionamos ni por un momento.
Tenemos paradigmas filosóficos (sirven como guía a las escuelas de pensamiento) científicos (tratan de explicar las leyes que rigen el universo) y sociales (modelan las estructuras y comportamientos de grupo). Pero los que nos interesan, a los fines de este artículo, son los que podríamos llamar personales (me afectan de manera directa).
De ellos y de su impacto en nuestra vida hemos intentado hablar este mes, con dos artículos y un audiorelato.
La importancia de no ser importante
Antes de meternos en materia, conviene aclarar que, pese a su poder para condicionar nuestras acciones, los paradigmas no son algo inamovible. No hay más que pensar en el maremágnum de teorías científicas, modas sociales y doctrinas filosóficas que han caído, para ser sustituidas por otras, a lo largo de la historia. En un terreno más personal: ¿cuántas de tus creencias más firmes se han derrumbado con el paso del tiempo?
Y si… trata de cuestionar las bases sobre las que sustentamos lo que llamamos realidad.
Aunque pueda parecer un asunto más filosófico que práctico, tiene una trascendencia sobre nuestro día a día mucho mayor de la que podríamos imaginar. El modo en que interactuamos con los demás, las decisiones que tomamos, los amigos que hacemos e incluso la elección de pareja (o la ausencia de ella) están condicionados por el modelo de mundo en que vivimos y las creencias que sobre él tenemos.
La fuerza creadora de la psique humana alcanza niveles increíbles, siendo capaz de organizar y dar forma al complejo conjunto de datos sensoriales que la inundan en cada instante. Y lo hace modelando un mundo lleno de sentido, con el que somos capaces de interactuar.
Es tal la sensación de realidad que la mente imprime a este modelo, que terminamos por separarnos de él, creyendo que somos dos: lo de fuera y yo. Creador y creación como entidades diferenciadas, cuando ambas forman parte de la misma conciencia, del mismo Ser.
Imagina que un día cualquiera, caminando por la acera, de vuelta a casa, notas que algo ha cambiado en el paisaje urbano. No consigues descubrir lo que, pero percibes que es distinto a lo que conoces. La gente parece sonreír sin motivo y comportarse con una amabilidad inusual. Todo irradia una extraña paz que termina por contagiarte. ¿Qué ocurre?, ¿a qué se debe este extraño comportamiento? No recuerdas haber tomado ninguna sustancia estimulante ni disfrutar de un giro extraordinario del destino. Y, sin embargo. tu percepción ha variado radicalmente.
De pronto, una chispa de comprensión instantánea, te da una respuesta inesperada: no es el entorno lo que ha cambiado. Eres tú y tu manera de mirar. Te sientes más integrad@, más parte de todo. El habitual recelo ante los desconocidos parece haberse difuminado, y notas que crece en ti un deseo amoroso por conectar con el otro. Sientes ganas de conocer, comprender y ayudar a quién te encuentras en el camino. Ya no es un cualquiera, sino parte de tu mundo, parte de ti.
Recuerdo la primera vez que me vino la idea de que lo exterior podía ser un reflejo de mi propia mente (las escuelas y maestros espirituales llevan siglos diciéndolo y la ciencia comienza a vislumbrarlo, también). Imaginar que lo que veía, oía y olía podía ser yo mismo, me sumergió en una maravillosa y liberadora sensación de paz.
Me sentía más próximo a todos y a todo. No necesitaba fingir, ni representar ningún papel. Era libre de ser yo mismo. La preocupación no tenía sentido en este maravilloso escenario que podía modelar a mi gusto, puesto que representaba mi propia creación mental: una interpretación sesgada y parcial de la realidad. Tampoco era de recibo empecinarse por tener la razón, enzarzarse en una lucha a muerte por cambiar al otro o enfrascarse en luchas de ideas, opiniones y conceptos. ¿Para qué? ¿Ganaba algo con ello?
¡Cuántas ventajas se le podían sacar a este cambio de paradigma!, ¡cuánta energía desaprovechada podía, ahora, emplear en asuntos más productivos!
Claro que, al poco tiempo, volví a caer en los mismos avatares de mi viejo mundo, con sus preocupaciones, luchas y dificultades diarias (el trabajo personal es como una montaña rusa, plagado de subidas y bajadas. Esto lo hace divertido). Sin embargo, aquella primera experiencia marcó mi espíritu con un nuevo deseo por mejorar mi mundo, cambiando los paradigmas que lo regían.
Cuando nos damos cuenta de la subjetividad que subyace bajo lo que llamamos realidad, perdemos interés por buscar aprobación o tratar de impresionar. La importancia personal se derrumba ante su falta de consistencia, quedando en disposición de emplear nuestros esfuerzos en causas más gratificantes para nuestro bienestar. Lo que antes considerábamos importante puede convertirse en algo banal e irrelevante, una carga inútil que solo sirve para minar la capacidad de ser felices. Toda la energía que consumimos, peleándonos con el mundo, queda disponible, ahora, para abrazarlo y gozar de él. Nada es importante cuando vivimos el juego de la Vida con un guion que nosotros mismos creamos a cada instante. Por esto, ceder en importancia es ganar en vida, libertad y gozo.
Pacto con la Vida es una consecuencia de todo lo anterior. Nace de asumir una nueva manera de aceptar las perdidas y los cambios: sin resistencia, acogiéndolos como oportunidades en vez de considerarlos desgracias o enemigos.
Este nuevo paradigma convierte la Vida en una aliada. Nos capacita para la confianza y, por ello, nos provee de los medios y la fuerza necesaria para resolver cualquier situación que pueda presentársenos, de una manera pacífica, fluida y eficaz.
Abrirnos a lo que nos llega, evitando nadar a contracorriente, es el corolario evidente que se desprende de entender el mundo que vemos como una proyección mental más que como una realidad objetiva.
Habitamos un maravilloso y sorprendente decorado que, de alguna manera, es nuestra propia creación, y no se merece otra cosa que sentirse amado, aceptado y disfrutado en su totalidad, sin exclusiones.
Todos podemos recrear nuestro universo personal de modo que refleje una mayor paz, fluidez y sinceridad. Entre todos, mejorando cada uno el suyo, podemos aspirar a un MUNDO ÚNICO más próximo, más real, más auténtico y, en definitiva, más feliz para tod@s.
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