La importancia de no ser importante

Un modo de definir la importancia personal es entenderla como la proyección de nuestras debilidades a través de la interacción social (Carlos Castaneda)

La importancia de no ser importante

Todo aquello que consideramos importante en la vida lo elevamos a un primer lugar en nuestras atenciones, desvelos y, cómo no, preocupaciones. Es así, que lo que calificamos como tal absorbe la mayor parte de nuestra energía en forma de trabajo físico, emocional y mental.

Pero, ¿sabemos establecer con claridad la importancia real de todo aquello que nos ocupa?, ¿orientamos nuestros esfuerzos a lo que, de verdad tiene relevancia? ¿Es posible que dediquemos poco tiempo a lo que, de verdad, resulta esencial y mucho a actuar en automático?

Es fácil que prioricemos lo secundario y releguemos al último lugar aquello que tiene valor. La razón hay que buscarla en una falta de atención hacia nuestros auténticos intereses, una carencia de autoestima que nos lleva a negarnos lo sustancial en aras de aspectos que terminan por no darnos satisfacción alguna.

Esta instaurada y común manía de hacer las cosas al revés se extiende no solo a objetos, posesiones, objetivos y tareas. Una gran parte de lo que no es importante lo vivimos en forma de actitudes y comportamientos francamente perjudiciales, dolorosos e inútiles. Nos comprometemos a defender cosas que, en realidad, no tienen valor para nosotros y terminan por hacernos padecer, empeñad@s en protegerlas como si de preciadas propiedades se tratase.

Podemos sentirnos halagad@s si se nos reconoce y elogia nuestro trabajo, satisfech@s si disponemos del suficiente respaldo económico para adquirir lo que deseamos, orgullos@s si nuestros hijos adquieren relevancia en la comunidad, o en el séptimo cielo si se cumplen nuestros sueños.

Si nos damos cuenta, todas estas circunstancias tienen un común denominador que las alimenta: la necesidad de reconocimiento por parte de los demás. Este afán por dejar nuestra valía en manos del prójimo es un hábito profundamente arraigado para una mayoría. Incluso, si fuésemos de aquellos a los que la opinión ajena no les preocupa demasiado, seguro que aún nos sentiremos influenciados por lo que de nosotros piensen los íntimos (pareja, hijos, padres o amigos próximos).

Es así que la opinión, consideración, calificación, juicio y valoración de mi persona por parte del mundo viene a ser algo a lo que damos una gran importancia. ¿La tiene?

Parece que nos preocupa de manera obsesiva nuestra imagen pública, el qué dirán. En esta necesidad de defender el papel (o papeles) que representamos ante el mundo, empleamos una parte considerable de nuestra energía vital.

Sentirme ofendido por lo que me dicen o hacen, tratar de justificar mis actos, ideas o actitudes, o empecinarme en tener la razón, son derivadas inevitables del empeño por mantener mi importancia personal.

Del mismo modo que imprimo un valor exagerado a los comportamientos que hacia mi manifiestan los otros, también lo hago con los objetos y posesiones a los que me siento ligado y considero míos. Su perdida o deterioro, si la dependencia es grande, puede significar un profundo disgusto o, incluso, la caída en estados emocionales destructivos que pueden terminar por adquirir rasgos de cronicidad.

Para vivir con un mínimo de paz, felicidad y disfrute vital, resulta imprescindible desprendernos de la seriedad con la que revestimos los acontecimientos y sucesos que nos llegan. Necesitamos abandonar la necesidad de sentirnos ofendidos, obligados a defender el castillo de nuestra imagen social y escudados tras las trincheras, al acecho de posibles ladrones que pudiesen venir a robar nuestras posesiones.

Dejar que las circunstancias, los hechos y las actitudes dejen de ser importantes y se conviertan en meros sucesos, ante los que a veces conviene actuar y a veces no. Esto si que reviste una importancia capital.

Relativizar el valor de lo que consideramos trascendente (y no lo es) nos hará mucho más libres y felices. Resulta agotador defender la imagen que mostramos ante el mundo cada vez que nos sentimos amenazados: criticados, menospreciados o infravalorados. Una energía desperdiciada que podríamos emplear, en cambio, para potenciar todo aquello que nos permite alcanzar un mayor nivel de realización personal.

No necesito la aprobación de nadie para hacer lo que amo, perseguir las metas que deseo o elegir el modo en que quiero vivir. Todas estas elecciones son puramente mías y nada más que mías. No son para compartir, no necesitan autorización de nadie, no precisan de aplausos para llevarlas adelante y, por supuesto, no tengo que darme por aludido si alguién las critica o minusvalora.

No debería sentirme necesitado de mostrar al mundo mis logros para sentirme satisfech@ de ellos. Y si es que precisara hacerlo, sería un claro indicativo de que eso que me siento impelido a presentar debe ser abandonado cuanto antes, porque no me representa, no es algo mío. Solo trato de obtener un reconocimiento que yo mismo son incapaz de darme.

Cuando uno vive de acuerdo con lo que siente, con lo que ama y con lo que, de verdad, valora, no necesita defender su importancia personal ante nadie. Ya se siente importante (no superior) por sí mismo y ante sí mismo. También sabe que las actitudes de menosprecio que pueda recibir por parte de otros, son resultado de la baja autoestima que estos otros sienten por sí mismos, empeñados en compensarla mediante la crítica y la desvaloración del prójimo. Cuando somos conscientes de ello, es difícil que caigamos en la trampa de responder con ira ante las afrentas y emplear nuestras energías en defender lo que no necesita ser defendido.

Apenas hay nada que sea sustancial en la vida, salvo la Vida misma. Sin embargo, llenamos nuestros días de cosas importantes que necesitamos hacer o proteger. Preocupaciones que no hacen más que disminuir nuestra capacidad de ser felices y consumir nuestros mejores recursos.

En nuestra mano está vaciarnos de importancia y simplificar nuestra existencia aplicando la palabra importante a lo que de verdad lo es: la paz, la felicidad y el amor. El resto, incluida nuestra imagen ante los demás, carece de valor.

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