Vivir sin preocupaciones es posible (y sencillo)

Preocuparse es ocupar la mente con un problema que aún no se ha manifestado, previendo, además, que su desenlace será desfavorable. Nos proyectamos a futuro, imaginando todo lo malo que podrá ocurrirnos en un escenario determinado que habremos elegido para flagelarnos. No es más que un ejercicio masoquista que utilizamos con frecuencia y que no aporta ninguna solución, por más que tratemos de convencernos que es un estupendo método para encontrarlas.

A pesar de que nada bueno podemos sacar cuando nos preocupamos por algo o por alguien, lo cierto es que apenas podemos evitar sacar un ratito de vez en cuando para dedicar a esta actividad tan inútil e insana. Unos lo hacen empleándose a fondo cada día (preocupación crónica) y otros, ocasionalmente, cuando enfrentan alguna situación conflictiva o un reto importante.

Lo cierto es que, si hacemos un ejercicio de honestidad y nos permitimos echar la vista atrás, comprobaremos (¿asombrad@s?) que casi ninguna de las preocupaciones a las que nos hemos dedicado han dado frutos (¿Cuántas se han cumplido?). La gran mayoría fallecen de inanición, sin haber visto aparecer por el horizonte la sombra del mal agüero que anticipaban.

Sin embargo, a pesar de todas estas evidencias indiscutibles, seguimos sacando un retito para preocuparnos siempre que nos es posible. ¿Cuál es el atractivo que encontramos en esta adicción tan inquietante y destructiva?

La verdad es que no existe una única respuesta para eta pregunta. Son varios los factores que se conjugan a la hora de convertirnos en seres preocupados, aunque el miedo está detrás de todos ellos. Este factor común a nuestros desvelos por amargarnos la existencia, pensando en todo lo malo que puede ocurrirnos, es un mal aliado cuando de lo que se trata es de resolver problemas (mejor, llamémoslos inconvenientes). Bajo los efectos del temor al futuro, la mente se agarrota, se anquilosa, pierde el control; las emociones se disparan, se acrecientan, se vuelven incontrolables, y terminamos por caer en un estado de absoluta incompetencia para discernir la realidad.

Entre las causas más frecuentes que condicionan la angustia ante el futuro están las siguientes:

  • Falta de confianza en los propios recursos (miedo a no ser capaz o a equivocarse)
  • Sentido de no merecimiento (ideas relacionadas con no ser digno o merecedor de cosas buenas)
  • Creencia en un universo hostil (miedo a ser atacado, vapuleado o maltratado por los acontecimientos)
  • Excesiva dependencia de las cosas o las personas (temor a perderlas)
  • Sentimientos de culpa injustificados (desasosiego ante un posible castigo)

La confianza como actitud vital, y sus hijos adoptivos (esperanza, fe y creencia en la bondad de la Vida) son antídotos espectaculares para combatir el estado de preocupación. Nos empujan en la dirección contraria al miedo, generando valor a partir de la presunción de que todo lo que pueda ocurrirnos será para el propio bien, y de que, en cualquier caso, siempre seremos capaces de convertir las aparentes desgracias en oportunidades. Esta manera de enfocar el futuro es una actitud vital, más allá del razonamiento. Es un convencimiento permanente que puede entrenarse y desarrollarse, desde el mismo momento en que dejamos de sentirnos víctimas de las circunstancias para convertirnos en cocreadores de nuestro destino.

Un primer paso para conseguir generar un cambio de actitud, que nos permita deshacernos del hábito de proyectar hacia el futuro nuestros temores, es desprendernos del autoconcepto de adivinos que nos arrogamos frente a la preocupación. Tenemos que ser honestos y reconocer que nuestra habilidad como augures es, francamente, reducida, por no decir nula. ¿A qué viene esta confianza en nuestra capacidad adivinatoria, cuando la práctica totalidad de aquello que tememos del futuro no sucede jamás?

Un segundo aspecto que nos ayuda a sentirnos tranquilos ante las vicisitudes inevitables que nos trae la Vida, consiste en aumentar la tolerancia a la incertidumbre, dejándonos sorprender por lo que pueda venir, y deshaciéndonos de la necesidad de controlarlo todo. Esto tiene mucho que ver con saber aceptar lo que nos llega sin resistencia, fluyendo con los acontecimientos. Esta es la única y auténtica manera de bailar con lo real, lidiando con las dificultades sin expectativas, y aprovechando el potencial que nos brindan para aprender, mejorar y evolucionar como seres humanos, dando lo mejor de cada uno cuando resulta necesario actuar.

El paso definitivo para dejar de preocuparnos por el futuro y, a cambio, ocuparnos del presente (el ahora) estriba en aprender a disfrutar de la vida, involucrándonos a fondo con el movimiento de la existencia y siendo parte activa de un universo en constante evolución.  Somos parte del maravilloso juego de la Vida. Resistirse a ella, nadando a contracorriente es una locura que nos agota y debilita. Es mucho más efectivo, relajante y divertido dejarnos arrastrar por la corriente, sin miedo, sabiendo que el próximo recodo nos traerá nuevas experiencias, que no son ni buenas ni malas, sino, tan solo, diferentes. Aprovecharlas depende de nuestra actitud hacia ellas. Si las tememos es probable que perdamos la enseñanza, las oportunidades o las bendiciones que puedan traernos. Si las aceptamos con confianza, podremos extraer todo el jugo que portan y todas las posibilidades de mejora que pueden ofrecer.

AQUÍ tienes algunas ideas para erradicar el pernicioso hábito de la preocupación

Comparte este contenido

Deja un comentario