Apoyar sin renuncias

Conozco muchos casos (y tú seguro que también) en los que alguien decide renunciar a sus objetivos personales en aras de trabajar por los de otra persona. Esta actitud vital, mucho más frecuente de lo que pueda parecer, facilita que quien la ejerce termine por olvidarse de sus intereses, deseos e ilusiones para entregarse a vivir por y para el otro. La madre abnegada, entregada a sus hijos, es un ejemplo de esto, aunque, ni mucho menos, el único. Al fin y al cabo, una madre puede hacer de la entrega un objetivo de vida. En muchos otros casos, en especial cuando el núcleo familiar acoge a una persona dependiente o con dificultades de cualquier tipo, la tendencia a renunciar a lo propio se generaliza.

No es que este comportamiento sea censurable. Por supuesto que no, forma parte de nuestra humanidad, afortunadamente. Sin embargo, en ocasiones (muchas más de lo que se podría pensar) se priorizan las necesidades del otro hasta tal punto que se olvidan las propias, y esto termina por convertirse en un hábito. Es la conducta típica del cuidador convulsivo, quién se entrega, cuál superhéroe salvador, a la ingente tarea de solventar hasta el extremo las necesidades, e incluso los caprichos, del ser que ha cobijado bajo su ala protectora. Ni que decir tiene que estas necesidades suelen ser incrementadas artificialmente, sin que exista justificación alguna, como consecuencia del escrupuloso celo que el cuidador pone en la tarea de amparar, cuidar y proteger.

No cabe duda de que son los lazos afectivos y una generosa dosis de compasión lo que puede mover a una persona para volcarse en atender a otra. Algo que, obviamente, resulta comprensible y saludable, hablando en términos éticos. Pero, cuando se justifica la renuncia a las propias necesidades (físicas, psicológicas y emocionales), en base a poder cubrir las de la otra persona, consideradas de mayor nivel, es cuando toda esta generosidad humana pierde el sentido. Es el caso de la atención continuada hasta la extenuación física, la renuncia al tiempo de ocio y de descanso, el desistimiento de placeres y la abdicación perpetua de intereses y objetivos propios. En tal situación el cuidador termina por confundir «vivir para los demás» con «servir a los demás», haciendo que parezcan términos sinónimos, sin serlo.

Cuando vivo para los demás, soy esclavo de sus expectativas (o de lo que yo creo que son sus expectativas), me olvido de mis intereses y me embarco en la peligrosa aventura de vivir otra vida distinta a la mía. Una sonrisa, un abrazo o cualquier otra manifestación de cariño por parte del otro es motivación más que suficiente para reforzar mi conducta protectora. Y está bien ayudar a quién lo necesita, por supuesto, pero si no soy capaz de ayudarme a mi mism@, de cubrir mis propias necesidades, ¿cómo voy a contribuir a satisfacer las de los demás?

Cuando vivo sirviendo a los demás, por el contrario, los resultados y sus implicaciones son completamente distintos. El otro percibe que le apoyamos, le ayudamos en sus dificultades, colaboramos con él o ella, y contribuimos, por tanto, a su propio bienestar y felicidad. Es una actitud que no depende, en absoluto, de lo que nosotros hagamos o dejemos de hacer con nuestra vida. Lo que hagamos o dejemos de hacer con ella es asunto de nuestra elección. No olvidemos que tenemos el derecho y la obligación de tomar el control de nuestra existencia porque es lo único que es nuestro en exclusividad. Lo único de lo que somos auténticamente responsables.

Resulta totalmente posible ayudar sin renunciar. Una actitud que implica una elección ante la adversidad mucho más inteligente y útil. Atendiéndonos a nosotros, a la vez que al otro (mi más ni menos, tan solo igual), ganamos en bienestar, energía y felicidad. Una persona que cuida de sus necesidades e intereses es capaz de dar mucho más. Dispone de mejor salud (física y psicológica), mayor energía y superior nivel de humor y positividad que aquella otra que termina el día agotada, después de haberlo dado todo en aras de su protegido o protegida.

Cuando servimos al otro de esta manera, mantenemos nuestra libertad e independencia, al tiempo que damos lo mejor de nosotros mismos para ayudar al otro a conseguir esa misma libertad e independencia de la que gozamos.

Servir a los demás significa, sobre todo, aportar lo mejor que tenemos para contribuir a que las personas sean más felices hoy de lo que eran ayer. No tiene nada que ver con nutrir expectativas. Las personas no somos más felices porque otros hagan o dejen de hacer lo que se supone que esperamos de ellos (nuestras suposiciones en este sentido, están casi siempre equivocadas), sino porque conseguimos alcanzar algo que anhelamos por nosotros mismos (resolver una enfermedad, pagar una deuda, disolver un conflicto, alcanzar un sueño…)

Es un error derrochar nuestras energías en algo que no depende de uno, ya que no se tiene el más mínimo control sobre ello. Si de verdad queremos cuidar, ayudar, apoyar, servir y hacer felices a los demás, haremos bien en ocuparnos, primero, de sentirnos bien con nosotros mismos (siendo auténticos) y extender, luego, nuestra alegría de vivir, en forma de servicio, a los otros.

AQUÍ tienes algunas ideas de cómo avanzar en el camino de servir sin renuncias

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